TLto malo de vivir en un pueblo es que todo el mundo conoce a todo el mundo. Y cuando digo conocer hablo en el más literal y doloroso de los sentidos, es decir, en que se tiene una concepción fija y pétrea de los demás, del mismo modo que los demás lo que tienen de uno no es un carácter mudable y vivo sino una foto fija. Tú no sales a la calle, como en una gran ciudad, con la posibilidad de reinventarte cada día. En un pueblo llevas sobre los hombros el cartel de hijo de tal, marido de cual, profesional de, y no hay manera de soltar la etiqueta. Supongo que esa noción rocosa de la vida es lo que convierte a uno en un pueblerinoî. En el sentido peyorativo del término, pueblerino es el que no consigue zafarse de la viscosa influencia del entorno.

Es por eso, a mi parecer, que los más pueblerinos del planeta son las celebritiesî, es decir, los famosos, lo cual encierra una muy grande paradoja porque, a la postre, la fama te acaba arrastrando justo al punto del que huías. Huías de la estrechez de miras de tu pueblo y el planeta entero se te convierte en una aldea, paleta y criticona. Qué horror. Para un famoso, un Beckham, un Julio Iglesias, un Nadal, pongamos por caso, no hay calle en el mundo por la que pasear sin que los vecinos le señalen con el dedo. Cómo no van a volverse estirados y locos. Por eso, una vez saturado del empalagoso tufo de la fama, de lo que se trata es de desandar el camino, recuperar la intimidad, aunque sea a golpe de talonario. Y es que, digan lo que digan, aún no se ha inventado nada más cosmopolita, mundano y liberador que el dinero. El que lo probó lo sabe. Esa quizá sea la razón por la cual cada vez hay más ricos anónimos. Ser rico tiene su punto, pero la fama es una vulgaridad: convierte tu mundo en un patio de vecinos.