TCtarmen Puig Antich tenía solo diecinueve años. En la noche más larga de su vida hubo un tipo, que probablemente se esté bañando plácidamente en una playa, que le contó detalle por detalle la manera en que una vuelta de tuerca iba a estrangular a su hermano cuando saliera el sol. A buen seguro que aquel guardia no se arrepiente de lo que hizo porque nadie en los últimos 30 años se ha atrevido a decirle en papel y con sello oficial que participó en un crimen execrable sin justificación alguna desde cualquier punto de vista. También estarán vivos los que detuvieron a Salvador Puig Antich , los que lo maltrataron, los que lo juzgaron y condenaron, los que no hicieron nada por salvarle la vida, los que siguieron estudiando oposiciones para registrador de la propiedad mientras el Estado partía el cuello de un joven de veintiséis años. Hoy, los mismos que niegan cualquier proceso de paz en nombre de la memoria de las víctimas, se rasgan las vestiduras cuando son otros los que recuerdan a sus víctimas, a sus muertos, a sus presos y a sus represaliados durante una dictadura que está más presente en el subconsciente que en el callejero. Si en 1977 la izquierda hubiera reclamado la reparación moral y económica a todos aquellos que lucharon contra el fascismo, se la habría tildado de revanchista e instigadora de una nueva guerra civil. Pero han pasado ya treinta años desde la muerte del dictador y no podemos esperar más: una democracia que se precie no puede estar respaldada por un Estado que tiene en más estima y consideración oficial a los asesinos de Puig Antich que al propio ejecutado. Olvidar sería como volver a matar.