TEtse afán por dividir en derechas e izquierdas, en rojos y azules, en gitanos y payos me parecen zarandajas para confundir al personal. Si de hacer divisiones se trata, yo, que pienso como un tabernero viejo, la haría entre los que convierten las palabras en una barra y los que convierten cada diferencia en una mesa de tertulia. Me gusta imaginar mi vida como la visita a una taberna. No sé quién es el dueño ni quién organizó la decoración, ni me interesa demasiado. No voy a pedir el libro de reclamaciones por eso ni porque el local se esté llenando de muchachas jóvenes que no me hacen ni puñetero caso. La cuestión es que me gusta el sitio. Aquí he visto actuar en directo a Triana, a Asfalto, a Tequila y Moris. Aquí he visto envejecer a mis padres, aquí bailé sin música una noche de adolescencia hasta robarle a una muchacha un beso, he conocido la amistad, el amor no me cansa, me han traicionado y he traicionado, vaya una cosa por la otra. En fin, que el local no está mal, el ambiente es agradable y los aperitivos tienen su gracia. Lo que no soporto es cuando el servicio flojea y el encargado de turno pretende excusarse argumentando que ya me compensará con una fiesta eterna en otro local más grande y hermoso. Bobadas. No es que no me fíe. Es sólo que me irrita pensar cómo podría ser esta taberna si no fuera por la malicia de unos pocos y la desidia de unos muchos. Sabemos desde hace siglos que el sistema no funciona, pero cambiamos de encargado en vez de cambiar de sistema. Yo prefiero gastarme hasta la última moneda en este aquí y ahora que tengo entre las manos, pero que me atiendan como Dios manda, y dejar el alma, el paraíso y la eternidad de propinas al camarero. Mi copa bien llena de presente, y quédese usted con el cambio.