TStiempre preferí el cuento de los siete cabritillos al de los tres cerditos. Me gustaba más el pequeño cabrito, el más listo, que descubría todas las argucias del lobo, que el cerdito trabajador, que triunfaba gracias a su previsión pequeño burguesa. En la moraleja del cerdo con chalé encontraba pocos estímulos, pero la picardía del cabritillo me divertía. Me gustaba oír cómo desmontaba las trampas del lobo exigiéndole que mostrara su patita. El cerdito ejemplar triunfaba sobre sus hermanos casquivanos y vividores y se convertía en el adalid de los valores inmutables. El cabritillo listo también triunfaba, pero más por intuición que por plegarse a los cánones sociales de lo que debe ser.

Ese instinto de supervivencia caprina me entusiasma: el ramoneo, el brinco, el equilibrio en el risco, el hocico que llega a donde no alcanzan otros animales... El cerdo es más previsible, menos cabeza loca y hasta su transformación en chacina ha perdido el excitante factor sorpresa: sabes que vas a comer lo que has curado. Pero con la cabra es distinto. Por ejemplo, con su leche se obra el milagro del queso de Acehúche y entonces sobreviene el pasmo. No conozco un producto más sabroso ni más sorprendente: lo comes y no te lo crees. Además, es un tesoro que sólo se encuentra en mercadillos, en alguna tienda perdida y en los pueblos donde se cuaja. Si ese queso lo tuvieran los franceses, presidiría las sobremesas de los mejores restaurantes del mundo. Como es extremeño, sólo preside las mesas de quienes son tan listos como el cabritillo del cuento y saben sobrevivir a base de picardías deliciosas.