Quien apuesta a las quinielas por primera vez lo hace apelando a la suerte del principiante. Cree ingenuamente que ese juego de unos, equis y doses es cosa de niños. Sin embargo, aquellos que llevan años fracasando en el intento apuestan --de manera inconsciente-- no tanto para hacerse ricos de la noche a la mañana sino para constatar que nunca acertarán un pleno al quince por mucho que lo intenten. El lunes es para millones de españoles el día del volver a empezar, de saber que nada cambia y que rara vez el ciudadano-mendigo consigue convertirse en el príncipe del cuento por el capricho de un imprevisible balón.

Hubo una época en que yo soñaba cada semana con hacerme millonario, pero el tiempo acabó por convertirme en uno de esos escépticos quinielistas. Podría renunciar a jugar, pero seguir la jornada de fútbol semanal tiene más emoción cuando hay apuestas de por medio, aunque esas apuestas estén abocadas al fracaso. En fin, así ando, experimentando una vergonzosa sensación de eterno retorno cuando acudo cada viernes a la oficina de las quinielas para pagar los cuatro euros que me cuesta disfrutar de una emoción tan volátil como --a la larga-- frustrante.

No obstante, mentiría si afirmo que nunca he ganado nada. Una conocida empresa de productos informáticos acaba de enviarme un talón con el importe del ordenador portátil que compré en abril: me ha salido gratis porque la selección española ganó el Mundial de Sudáfrica. Este golpe de suerte es una pequeña mancha en mi currículum de jugador sin estrella. Nada que no pueda enmendar con abnegación, una jornada de liga tras otra, en los años venideros.