Rajoy , ahora contento con su provisional triunfo, es ese político que siempre deambula entre arenas movedizas calzando botas katiuscas. Lo suyo es un sinvivir, y más cuando llega el momento de que hablen las urnas. El rostro es el reflejo del alma y el suyo es el rostro de un hombre con un pie en el cielo y otro en la cuerda floja. Sus votantes nunca saben si reír o llorar: ignoran si su destino es ser juez o proscrito. Sus compañeros de partido tampoco saben qué hacer con él, si nombrarlo César o volver a hacerle la cama. Héroe o villano, ángel o demonio, a él le da lo mismo: ahí sigue, firme y doblegado --ambas cosas a la vez--, camino del Calvario, de la Gloria, de lo que caiga.

Como buen personaje de Dostoieskvi , sus mayores enemigos no vienen de fuera sino que los tiene hospedados dentro, dispuestos a afeitarle la barba con una guadaña. Me apasiona Rajoy- hombre porque me apasiona Dostoievski, y Dostoievski me apasiona porque sus personajes, dolientes, cargan página tras página con una cruz a sus espaldas.

Rajoy es un personaje literario del siglo XX escrito por un novelista del XIX. Si a veces le falta soltura es porque lleva un siglo de desfase. Ambos, el personaje (Rajoy) y el novelista (Dostoievski) son jugadores sin suerte. Este se desangraba en los casinos de Moscú y nuestro antihéroe se desangra en las elecciones.

Cuando veo a Rajoy abriéndose paso con un machete por la jungla de la política, pienso que su destino no es ser presidente del gobierno sino personaje de novela decimonónica. En una novela de Dostoievski, Rajoy podría ser feliz sufriendo como un atribulado y anónimo ruso más.