TTtodo comenzó una mañana poco antes de Navidad. Cuando desperté ya noté que algo raro sucedía en mi boca. Mi lengua recorrió las paredes del paladar, chocando una y otra vez contra ellas e intentando atrapar cualquier resquicio de sabor que me descubriera el motivo por el que mi cabeza amenazaba con estallar a la altura de la frente. Inútil. La boca no me sabía a nada.

Me incorporé de la cama asustado y corrí al espejo del baño para buscar en su reflejo el interior de mi cavidad bucal. Tras cinco minutos intentando apartar labios y dientes descubrí horrorizado que había perdido el gusto. Se había volatilizado. Había muerto durante una resacosa madrugada. ¡Era un tipo sin gusto!

Más que asustado estaba jodido. Perder el gusto es lo peor que te puede ocurrir en fechas como la Navidad o la Semana Santa, llenas de dulces, comidas, licores... Se acercaba la cena de Navidad y no podría degustar nada, así que decidí poner remedio a mi mal acudiendo a la Sección Sentidos de unos grandes almacenes. El tacto y la vista no estaban mal de precio, pero el gusto se escapaba de mis posibilidades, y eso que me ofrecieron una tarjeta para pagarlo en cómodas mensualidades. Pero así y todo tuve que dejarlo.

Tampoco me solucionaron nada las tiendas de todo a cien, en las que el gusto se había terminado (sólo quedaba gustirrinín, mal gusto, gustito y gustazo), ni el top manta , en el que los gustos eran unas malas copias. Lo peor es que he llegado tarde a las rebajas (¿quién iba a imaginar que comenzarían un domingo?) y ya no queda nada. Así que he puesto un anuncio en la prensa por ver si puedo conseguir un gusto de segunda mano antes de que llegue la Semana Santa.