A veces, recibir un regalo supone un acto de autocrítica y un golpe bajo a la autoestima. La intención es lo que cuenta, de acuerdo, pero ¿qué malvada intención puede atribuirse a quien te regala un Apolo de cerámica blanca, tamaño natural, ante el que tienes que abrir mucho los ojos, no por sorpresa ni espanto, sino simplemente para abarcar sus dimensiones? Y con su poquito de laurel y su lámpara roja (sí,su lámpara roja) para velar tus pesadillas al lado de la sombra que proyectan sus rizos sobre la almohada. Si regalar implica cierto conocimiento del obsequiado, qué puede pensar de mí quien comete este delito contra el buen gusto. ¿Me ve sola? ¿Me cree tan obsesionada con las clásicas que solo un engendro así puede apartarme de gustos extraños? No nos equivoquemos. Quizá no existe mala leche detrás de un regalo de este tipo. A lo mejor el donante ha pensado largamente en mis preferencias hasta llegar a la conclusión de qué es lo que más feliz me haría. Hagamos examen de conciencia. La colección de bufandas que extendida daría la vuelta al mundo, los pendientes hasta el hombro, las colonias de nardo y las camisetas imperio no son más que el reflejo de lo que los otros ven en nuestro interior. Somos planos, horteras y sin gusto. Aceptémoslo de una vez y empecemos a cambiar. O asumamos que la galería de horrores que poseemos no es resultado de nuestra forma de ser, sino de la de quienes regalan sin pensar en la personalidad del que recibe. Así, con la autoestima recuperada y la confianza en la humanidad disminuida, aceptemos el jarrón de flores chino y el cisne tecnicolor. Los horteras son ellos. Qué alivio.