THtay en mi casa hay un bonito crucifijo. Lo tengo no sólo porque sea una pieza hermosa, que lo es, sino también porque hay cosas que llevo bajo la piel, como tener en el dormitorio, el más privado de todos los ámbitos, una imagen religiosa. Así entiendo que debe de ser. Por eso, porque creo que la religiosidad ha de circunscribirse a las fronteras interiores, es por lo que siempre he observado con poco agrado la defensa de los símbolos en lugares públicos. Tienen derecho a expresar lo que piensan y yo a decir que, en mi opinión, la razón no les asiste. Los símbolos deben estar en los centros de culto y en los hogares de quienes se sienten representados por ellos, pero no invadir esferas compartidas con otros. No todo el mundo piensa y siente lo mismo.

Veo además otras dos razones para que los crucifijos nos estén en los colegios públicos. Es cierto que la exposición de un símbolo religioso nada debe importar a quien no cree en lo que significa, pero un símbolo es mucho más que un simple objeto, encierra toda una forma y filosofía de vida y es comprensible que, quienes no la compartan, no quieran que sus hijos se eduquen con la presencia de un distintivo que (guste o no guste a muchos cristianos) identifica a la Iglesia católica y a su manera de entender el mundo. La otra razón para sacar las imágenes de las aulas es que en sus pupitres se sientan alumnos de creencias distintas, que adoran a otras representaciones de Dios, y no veo motivo para que algunos se empeñen en imponerles la suya. Quizás sea porque se sienten con la fuerza de la mayoría, o porque piensan que este es su país y estas son las escuelas de sus hijos. Esto nos introduce en otras cuestiones que nada tienen que ver con la creencia religiosa, sino con la exclusión del diferente.

Esos, son ya otros problemas que esconden tras el crucifijo.