Yo no sé cómo llegan los científicos a ciertas conclusiones, pero algunas son poéticas como un suspiro becqueriano. Cómo harán, qué experimentos, qué cábalas les llevarán a afirmar que el hombre más feliz de la Tierra es un tal Matthieu Ricard , un exfrancés, exhijo de papá, exbiólogo molecular que ejerce de asesor personal del Dalai Lama y no la camarera rubia que me sirve el café de la sobremesa que, dicho sea de paso, es mucho más bonita y parece la mar de contenta. Por lo pronto, el exbiólogo asegura que no le vino la felicidad por lo que es sino por los ex, o sea, por las renuncias. Como un globo, cogió vuelo al soltar lastre. Pero me da que en la simple renuncia no está el truco; ahí tienen a Pat Tillman , jugador de fútbol americano que renunció a un contrato de más de cuatro millones de euros por alistarse a la guerra de Afganistán y ha muerto por fuego amigo . Estoy más del lado de esos japoneses ciegos que se sirvieron de los dedos para ver las figuras de terracota de Xian por no renunciar a la belleza. O de Stephen Hawking , que no renuncia a que un Boeing 727 le lleve a experimentar la gravedad cero. Confundimos la renuncia con la resignación, pero dudo que ésta tenga nada que ver con la felicidad. Renunciar es privilegio de los ahítos. Nuestro anónimo barroco dijo: "un ángulo me basta entre mis lares/, un libro y un amigo, un sueño breve/ que no perturben deudas ni pesares" porque estaba de vuelta. Si yo fuera el Dalai Lama renunciaría con gusto del exfrancés, pero convertiría a esta camarera rubia en mi asesora personal, aunque sólo fuera por darme luego el lujo de renunciar por fin a algo hermoso. Esa debe ser la felicidad.