Una gorra es una gorra, boina con visera y punto. Un objeto de vestir para el pueblo llano, sin demasiadas pretensiones. Pero puede transformarse en un símbolo. Lo fue para los picciotti (jóvenes) sicilianos que se alistaron con Garibaldi contra los Borbones. Lo era también para los hijos de los capos de Cosa Nostra y para los mismos jefes de la Mafia de Sicilia en las pocas fotos en blanco y negro que se han publicado. La calzaban ladeada, torcida, como Marlon Brando en La ley del silencio y Al Pacino en El Padrino , aunque no lo hacían para imitarles. En la isla le llaman coppola .

Así fue hasta que un día de 1999 irrumpió Guido Agnello. Hoy es un maduro señor de canas largas y cara reflexiva o sonriente. Alterna los dos aspectos, según se calle o se ponga a hablar. Sucedió en San Giuseppe Jato, cercano a Palermo y conocido como uno de los territorios de más densidad mafiosa de la isla. Es el lugar de Bernardo Brusca, alias O´animale , apodo que ya le retrata. En este rincón de palmeras, eucaliptos y villas con huertos y jardines, donde cualquier iniciativa económica cuenta con el aval o la tajada mafiosa, a Guido se le ocurrió resucitar la artesanía local.

Giovanni Falcone y Paolo Borsellino ya estaban muertos, asesinados por Cosa Nostra. La Mafia ya había puesto las bombas en Milán, Florencia y Roma. Excepto el Comunista, todos los partidos de la posguerra habían desaparecido bajo los sumarios anticorrupción de Manos Limpias. En Palermo había germinado una primavera de iniciativas, así la llamaron, que apuntaban a considerar a Cosa Nostra no invencible y a crear una nueva mentalidad social. Se empezó a explicar la Mafia en las escuelas y los curas echaban sermones contra los criminales. En San Giuseppe Jato, Guido Agnello abrió un taller de confección. De gorras.

"Nuestro enorme patrimonio cultural no lograba producir renta. Hasta el típico carrito siciliano lo fabricaban en Taiwán", explica. Se le ocurrió que "hay momentos de la historia en los que un símbolo puede transformarse en motor de un gran cambio", y pensó en la gorra ladeada. "Si logro renovar el estilo, se podría transformar en portadora de un mensaje positivo", se dijo. La mayoría de las gorras llegaban de Nápoles o de China, pero en la iconografía siciliana seguían siendo un símbolo mafioso.

Guido abrió el taller y asumió a tres mujeres "regularmente pagadas". Mujeres y salarios eran dos conceptos que los mafiosos mantenían marginados. "Ser mujer y encontrar trabajo aquí en Sicilia era una quimera", recuerda Stefania Bentivegna, una de las tres que trabajan en el taller. Las empleadas de Guido perpetraron un robo. El patrón las envió al taller del último gorrero de Palermo, donde aprendieron el oficio, pero sin lograr hacerse con el secreto, el toque, de la gorra siciliana. Tan avezado estaba el gorrero que no necesitaba siquiera tomar las medidas de una cabeza. Las fabricaba a ojo y el secreto estaba en su cerebro. Hasta que un día una de la tres, Pina Ciulla, se atrevió a transformar las varias piezas del tejido ya cortadas para una gorra en patrones de cartón. No volvieron al taller.

Desde entonces la gorra derecha, ya no torcida, se ha esparcido como un reguero. Por moda o por principios. Pero ha sido un éxito. "Ha sido necesario tener una conciencia fundada en valores más fuertes que los que queríamos combatir", explica Guido, que recuerda tiempos no tan lejanos en que los mafiosos quisieron imponerle el pago de comisiones.

Con el nombre de La Coppola Storta (La Gorra Torcida) ha abierto otros cinco talleres en Sicilia y uno en Roma, Nueva York, Viena, Berlín y Japón. "Estaría bien abrir uno en España", lanza Tindara, una espléndida mediterránea, hija de Guido.