TUtna buena estrategia para acabar con esta crisis que recorre Europa sería colocar a los desempleados a pintar de rojo todas las estatuas y monumentos de genocidas. Desde luego por mármoles que glorifiquen algún cruel y arrogante genocidio no iba a quedar, porque aquí todo el mundo ha genocidiado a alguien y luego se quedó tan pancho. Los griegos genocidiaron a los persas, los romanos a medio mundo, los moros a los cristianos, los cristianos a los indios, los japoneses a los chinos, y los chinos, como son muy propios, se genocidian entre ellos mismos. Aquí el que no genocidia es porque no puede. Sin ir más lejos, el Antiguo Testamento es una recopilación de historias genocidas, un inacabable horizonte para el negocio de las pinturas. Se podrían pintar de rojo las sinagogas, las catedrales, las mezquitas, y ya puestos, que pinten también todas las librerías donde encuentren ejemplares de la Biblia, que ese sí que es un monumento de glorificiación. Y, si vamos a ser rigurosos, que pinten de rojo hasta el último cine de barrio, que entre las películas de Búfalo Bill y las de Rambo, llevan, como quien no quiere la cosa, cien años al servicio de la propaganda genocidista. Que pinten de rojo las pirámides egipcias, pero también las mayas y las aztecas, que los sudamericanos, a lo tonto, también genocidiaron lo suyo. De rojo los arcos del triunfo, las calzadas romanas, las estatuas de los reyes, de los dictadores, de los políticos pusilánimes que durante generaciones han genocidiado la paz y la alegría del mundo. Que pinten todas las estatuas o que no pinten ninguna. Pero pintar sólo la de Cortés es un mal negocio y un despropósito. Puede que no fuera un santo, vale, pero, la nación que no haya genocidiado nunca, que pinte la primera estatua.