Hay que estar bien despierto para poder combatir los fantasmas, y yo tengo demasiados, de ahí que cada cierto tiempo me toque pasar la noche en vela luchando contra mi propia sombra. Hace un par de domingos reviví una de esas batallas. A punto estuve, como suelo hacer en estos casos, de encender el ordenador y escuchar por internet desde la web de Onda Cero (no hay otra forma de escuchar esta emisora en Cáceres) mi programa radiofónico de cabecera: La Rosa de los vientos . No lo hice. Al final decidí enfrascarme en la lectura de una novela de Albert Cohen , que tampoco era mala opción. En cualquier caso, no hubiera podido escuchar el programa: su director, Juan Antonio Cebrián , había muerto el día anterior de un infarto al corazón. Tenía 41 años.

Supe de su fallecimiento el lunes. Me tengo prohibido los accesos de sentimentalismo, pero en esta ocasión no pude contener las lágrimas. Cierto que no lo conocía en persona, que jamás le había visto, pero aun así sentí como si hubiera perdido a un amigo de toda la vida, y no un amigo cualquiera sino uno de esos que están dotados con una virtud maravillosa: la de saber contar historias. En los tres años que trabajé de recepcionista de hostal en horario nocturno encontré consuelo y calor, noche tras noche, en sus Paisajes de la Historia. Estoy en deuda con él.

Cebrián fue un hombre bueno, sabio, amable, desenfadado, abierto, y aunque era ciego llenaba de luz todo lo que tocaba.

La muerte, ese animal de feas costumbres, no perdona. Sigo creyendo que el ser humano tendría que alcanzar la edad de cien años. Excepto tipos como Cebrián, que no deberían morir jamás.