No sabemos vivir en silencio. Desde que nos despertamos hasta que caemos rendidos, nos rodea la mal llamada sociedad de la información, bombardeándonos. No existe escapatoria. En la radio siempre hay alguien gritando mientras opina, o viceversa, y son escasas las emisoras dedicadas solo a la música, sin cuñas publicitarias chillonas. La televisión es más de lo mismo, aullidos de presentadores que buscan subir a base de decibelios su índice de audiencia, mezclados con anuncios que resucitan de la siesta a cualquiera. Si huyes de los medios, la calle sale a tu encuentro. Conductores que transportan una minidisco en su vehículo y alardean de ella en cada semáforo en rojo, personas que se saludan a voces, bares en los que la música hace imposible mantener una conversación. También hay quien transporta su propio ruido a cuestas, y no sale si no es con auriculares. En mitad del estruendo del tráfico, pasean atados a otro tipo de sonido. Puedes encerrarte en casa, siempre que tus vecinos de abajo no elijan su piso como pista de pruebas sonoras. O no vivas encima de un bar ruidoso, o no tengas la mala suerte de que te toque un insomne o un anormal que prefiera las cuatro de la mañana para subir el volumen de todos sus aparatos eléctricos. España entera es un país para amantes del ruido. Toda fiesta que se precie perjudica a quien tiene que madrugar, caiga quien caiga, y los parques han dejado de ser refugio de niños para convertirse en templos del botellón, con la música a todo volumen, por supuesto. No sabemos vivir en silencio porque no sabemos vivir con nosotros mismos. Y eso sí que puede considerarse un problema.