Se vuelve de agosto deseando el sosiego de la normalidad, decimos, como si lo normal no fuera levantarse cuando se ha descansado e irse a dormir cuando se tiene sueño, comer con hambre, estar con los tuyos, y no la vorágine en que convertimos nuestra vida. Cansados de rumores de playas y piscinas, fiestas de pueblo, verbenas de barrio y noches encendidas, nos dejamos deslizar hacia la tranquilidad de septiembre, antesala del otoño. Salvados los llantos de la vuelta al colegio, el escándalo de los centros comerciales y el tráfico invadiéndolo todo, esperamos la calma de las hojas secas. Pero, cada año resulta más difícil. Este mes no ha venido con la elegancia del silencio, sino con el chunda chunda de los coches en los semáforos. Grillos pegados a la pared, moviendo sus patas al mismo ritmo que el granizo que convirtió Cáceres en una ciudad desbordada: pájaros muertos, árboles caídos, placas de hielo y garajes inundados. Clamor de vecinos, ruido de frenos en accidentes absurdos, de madrugada, cuando el alcohol y la imprudencia se mezclan con el despertar de quienes acuden al trabajo. Y aulas saturadas con más alumnos y menos profesores, el ruido de la tijera recortando lo imprescindible mientras da hilo a lo accesorio, el rumor de la huelga que se avecina, las elecciones, los recortes en cultura- Imposible cerrar los oídos ante tanta queja. Menos mal que en unas semanas, como mucho, las calles se llenarán de luces y villancicos. Allá por octubre (cada año antes) los peces en el río y la marimorena taparán los otros ruidos con su soniquete. Y así, empachados de sonidos, será difícil que levantemos la voz.