Quién no habría querido por vecino a Johny Weissmüller , el viejo Tarzán, o coincidir en el café con Edward G. Robinson , el mejor gánster del cine, o recibir consejo de la doctora Aslan , pionera en geriatría, o ver a sus hijos jugar en el recreo con los del futbolista Hagi, o que la profesora de gimnasia de la niña fuera una tal Nadia Comanecci . Tan rumanos todos ellos como estos que ahora llegan a Extremadura en busca de un futuro pluscuamperfecto. Los confundimos con Drácula y creemos que vienen a chuparnos la sangre, aunque no hay entre ellos más morralla que en cualquier otro grupo humano que sale a buscarse la vida. No hace tanto que a mis tíos, los alemanes y los catalanes le arrojaban a la cara la palabra "español" o "bellotero" como un escupitajo de lejía. Cuántos sapos, cuántas lágrimas por culpa de un puñado de indeseables, porque también entre nosotros los hubo sucios y ladrones y borrachos. Pero eran eso, un puñado. El tesón de mucha gente honrada y el tiempo vinieron a demostrar que ser español o extremeño no es sinónimo de ser delincuente, que no es lo mismo no tener con qué, que no tener dignidad. Ahora algunos de nosotros dicen rumano como si dijeran bellotero en otro idioma. Y se masca cierta tensión. Buena oportunidad para que los políticos muestren su juego de cadera y hagan que la justicia caiga con rigor sobre los que delinquen, sean de la nacionalidad que sean, pero sólo sobre ellos. Por nuestro bien, pero también por los otros rumanos, los que han venido a vivir en paz. Estoy pensando en Mihaela , camarera del mesón Pata Negra. Una chica guapa como una pincelada de Tristan Tzara y lista como un aforismo de Cioran . Venga a verla si pasa por Almendralejo. No conozco mejor antídoto contra la xenofobia que su sonrisa rumana.