«Nunca he soñado con convertirme en Papa, no me interesaba. Aspiraba a convertirme en perfecto inquisidor, lo soñaba con el entusiasmo juvenil de servir a la verdad, poseída y custodiada por la Iglesia». Krzysztof Charamsa, nacido en Polonia en 1972, «ese país que ha transformado a Juan Pablo II en un verdadero vellocino de oro», cumplió su sueño. Hasta el 3 de octubre del año 2015 fue secretario adjunto de la comisión teológica internacional de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes el Santo Oficio, antes la Inquisición, según Charamsa, «el KGB del Vaticano».

Aquel día del 2015 salió del armario. Es una noticia relativamente todavía fresca en la hemeroteca mental de muchos lectores. Fue un bombazo. Monseñor Charamsa anunció que tenía pareja y, de paso, le envió una impactante carta al papa Francisco: «El clero, donde abundan gais que son al mismo tiempo violentamente homófobos, debería mostrarse coherente con esta despiadada instrucción que veta la admisión al sacerdocio de las personas homosexuales: todos los obispos gais y los sacerdotes gais deberían tener el valor de abandonar una Iglesia inhumanamente insensible, injusta y violenta».

De Roma a Badalona

Desde octubre del 2015, Charamsa es barcelonés. Vive con su pareja, Eduard. En realidad, en Badalona, pero no hay fronteras para esta historia. La tentación periodística estaba ahí latente desde hace tiempo. Un exinquisidor en la Babilonia del Mediterráneo. Menudo título. Charamsa ha publicado en Ediciones B La primera piedra, que si no es una venganza, se le parece. No en vano, en el subtítulo de este muy recomendable libro, el autor admite que la obra es su particular «rebelión contra la hipocresía de la Iglesia».

«El clero católico es esa corporación que, vestida con ropas femeninas, veta histéricamente que un chico se ponga una falda (como hacen los escoceses) e intente salir a la calle así. Travestis que persiguen a otros travestis». Sí, efectivamente, La primera piedra es un fogonazo de luz a uno de los rincones más oscuros del Vaticano, un país en el que según Charamsa la mitad de los ciudadanos, o sea, el clero, son gais que predican la homofobia.

La cita con el autor es Santa María del Mar, por dos razones, porque le conmueve que fuera levantada por los propios feligreses y porque allí fue donde le llevó su pareja en su primera cita, Eduard, deseoso de mostrarle la ciudad. Fue un fin de semana de cana al aire, por decirlo de algún modo. Monseñor iba vestido de seglar y seguramente se le notaba nervioso, así que Eduard le preguntaba incisivamente si estaba casado, por si aquello era la primera aventura extraheterosexual de un padre de familia. ¡Qué momento!

Tolerancia

«A mí Barcelona me parece profundamente cristiana». Charamsa no cree que se trate de la ciudad del pecado. «A mí me ha acogido con los brazos abiertos». Esa es su tesis. Sin duda, una curiosa defensa del concepto esencial del cristianismo, que desoye los argumentos de apóstoles del ateísmo como Richard Dawkins, Christopher Hitchens o, mejor aún, Frans de Waal, autor de El bonobo y los 10 mandamientos, un primatólogo que sostiene que nuestros primos hermanos grandes simios conocen a la perfección lo que es la compasión y el altruismo, es decir, que esas no son virtudes que le debamos a la religión, sino a la genética. Charamsa no compra la tesis. Se aferra a que esa tolerancia de Barcelona no es otra cosa que cristianismo en estado puro. Queda el tema sobre la mesa.

Esa tolerancia, sea de un modo u otro, viene de lejos. En 1931 (en la escala de la lucha a favor de los derechos de los homosexuales, una fecha realmente muchos años ha), Jean Genet fue testigo de lo que pudo ser la primera marcha del orgullo gay de la historia, un grupo de hombres travestidos Rambla abajo, flores en mano, para depositar los ramos en un urinario dinamitado por los anarquistas.

Es cierto que después hubo otra Barcelona, la del franquismo, la de Salvador Guasch, aquel jesuita que en 1973 salió del armario y tan pronto lo hizo sus superiores le ingresaron en un hospital neuropsisquiátrico. Pero con la muerte de Franco regresó la normalidad, la tolerancia, la permisividad, Babilonia, el anverso de la Polonia natal de Charamsa, que, como lamenta en el libro, es un país en el que «con el mismo furor ideológico con que el régimen comunista había erigido monumentos a Lenin o Stalin ahora se han levantado esculturas conmemorativas del papa polaco». Polonia, desde luego, es la imagen especular de Barcelona, y a ella le dedica un interesante retrato en el libro, pero la cita a primera hora de la mañana en la catedral de Santa María del Mar tiene sobre todo el aliciente de, gracias a Charamsa, mirar a través de la cerradura de la basílica de San Pedro, mejor aún, saber a qué dedica su tiempo la (perdón de antemano por el oxímoron) moderna Inquisición.

‘Brokeback Mountain’

«Antaño yo era la santa inquisición, por tanto, debía aprender a criticar por criticar, a silenciar a quien no debía hablar, a imponer autocontrol a las personas dotadas de pensamiento, a suscitar obsesivamente miedo, odio, tensión...». Es el párrafo final de uno de los capítulos dedicados a los quehaceres cotidianos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, donde las cuestiones se zanjaban a menudo desde la ignorancia. Recuerda en el libro un episodio anecdótico pero ilustrativo, durante una pausa para el café, días después del estreno de Brokeback Mountain, cuando uno de los presentes, un miembro de la alta jerarquía católica norteamericana, expresó de forma categórica su sentencia: «No existen los vaqueros gais». Punto final. La Iglesia, lamenta hoy Charamsa, no confronta ideas.

El episodio de Brokeback Mountain, en cualquier caso, es solo una anécdota. El capítulo siguiente del libro, El esperma según el Santo Oficio, revela las miserias de un debate en sesión de trabajo de la inquisición, el caso de un urólogo muy creyente, médico de una pareja también muy devota pero incapaz de tener hijos, que se dirigió a los miembros de la congregación para saber si el hombre podía, sin pecar, masturbarse para obtener una muestra de semen. Con todo lujo de detalles, aquel profesional de la medicina recordaba que en una ocasión anterior obtuvo una muestra con un masaje prostático, pero fue una experiencia desagradable, para el olvido. La sentencia fue un no rotundo.

«En vez de escrutar el misterio del hombre, lo han reducido a pene y vagina. ¡La Iglesia ha reconducido a la humanidad al aparato genital!». Es un estupendo eslogan, y hay quien sentirá una cierta sensación de déjà vu, de que eso no es nuevo, que es una crítica habitual, la obsesión por el pecado de la carne, pero el jamais vu es que sea una voz del seno de la Iglesia, hasta hace poco de su núcleo central, la que subraye esta denuncia.

«La confesión católica es un sacramento enfermo de sexo», dice Charamsa. A un lado de la rejilla se arrodilla un pecador, pero dentro se sienta otro, tal vez peor, y ahí está como constatación toda esa trama de silencios en torno a los casos de pedofilia, en la que unos encubren a otros como en una red de favores en cadena. Charamsa no rehúye esta cuestión. La encara. Sostiene, de entrada, que muchos curas, obispos, cardenales y algún papa no son gais porque la Iglesia les haya conducido a ello, sino que probablemente ingresaron en el seminario porque ya lo eran. El problema viene después. «La pedofilia nada tiene que ver con la homosexualidad, sino con la represión de la homosexualidad», explica, y, ¡ay!, en esa segunda materia la Iglesia es insuperable.

En aquel 1972 en que nació Charamsa, Federico Fellini estrenó Roma, un esbozo de Italia, según algunos, deforme como el retrato que de Inocencio X realizó Francis Bacon, según otros, lacerantemente real. Las escenas memorables son muchas, pero entre ellas sobresale el inolvidable desfile de moda eclesiástica, una pasarela por la que transitan monjas, monaguillos y obispos como modelos, para placer del público, el clero. Aquello pudo parecer entonces una más de las provocaciones de Fellini, pero en abril del 2005 llegó Joseph Ratzinger, que adoptó el nombre de Benedicto XVI e inauguró «uno de los pontificados más gais de la historia moderna, periodo en que se resucitó el escenario gay de la Roma barroca, con sus zapatos rojos, la coreografía de las procesiones, las cabezas cubiertas de solideos tanto en invierno como en verano, con las coronitas gais, los encajes gais y las orlas gais que salían de todas partes».

Secretos a voces

La guinda (en estos casos siempre la hay) es que todo esto, la elección del Papa, los secretos a voces de que tal o cual cardenal tiene pareja o es un padre feliz o que circulan unas fotos comprometidas de aquel monseñor, sucede bajo los frescos de la Capilla Sixtina, obra mayúscula de Miguel Ángel, cuya homosexualidad podrá discutirse, pero que dejó en su gran composición sobre el Juicio Final un par de besos apasionados entre hombres. «Sí, si la Capilla Sixtina estuviera en el Louvre, la Inquisición desaconsejaría su visita a los católicos», se ríe ahora Charamsa.

Cuando este exmiembro de la Inquisición pasó el rito de la ordenación como sacerdote, eligió un lema. Todos los nuevos curas lo hacen. El suyo fue un pasaje del evangelio de Juan. «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». Sería un buen final para este relato. Una metáfora de lo que implica salir del armario. Pero, ¡qué caray!, es mejor concluir con una anécdota reveladora.

Ocurrió en los salones de la Inquisición. Un teólogo explicó lo que le sucedió al utilizar un traductor automático del francés al italiano. «Il faut tenir présent l’expérience de l’homo religiosus», tecleó, pero el ordenador le devolvió una frase equivocada, «Bisogna tenere presente l’experienza dei religiosi omosessuali». Cualquier otro colectivo se hubiera reído del error. Sin embargo, todos los presentes en la sala callaron.