Acaba de encenderse el verano y aún brillan las ascuas de las hogueras de anoche, resistiendo el amanecer que empieza con noticias cada día más heladoras. Suben al cielo, mezcladas con el humo, las ofrendas de los jóvenes, que en muchos pueblos mantienen vivo un rito que no pertenece a religión alguna. Entre quien salta sobre el fuego y el que contempla su reflejo a medianoche no existen diferencias. Cada uno es dueño de lo que desea, incluso de lo que ha arrojado a las llamas con la intención de que desaparezca. Brujas, duendes o amores imposibles han recorrido esta noche los sueños de quienes se despertarán ante una realidad más prosaica. Sube el paro, bajan los sueldos y se eliminan puestos de trabajo, mientras la reforma laboral se cierne como una amenaza sobre los que acaban de volver a casa con los ojos encendidos. Hace siglos, el humo de los sacrificios ascendía al cielo y era recogido por los dioses, que contemplaban con la benevolencia de la eternidad la breve vida de los humanos. Seguro que los deseos de entonces se parecían a los de ahora: amor, belleza, fuerza, o el triunfo sobre los demás mortales. Y seguro que el resultado es el mismo. A pesar de que su nombre va variando a lo largo de los años, las divinidades no cambian nunca. Llámense bancos, crisis, Apolo o Venus, no existen ofrendas suficientes para aplacar su hambre. Solo quienes desafían al fuego están lejos de perder la esperanza. Empieza el verano y los jóvenes miran el mundo creyendo que van a comérselo. Puede que este sea el único deseo que les concedan los dioses. Puede que solo por esto merezca la pena saltar sobre las hogueras.