TDte la silla de anea ante la puerta, desde la que se cortaban trajes a medida de todo aquel que pasaba por delante, hasta facebook no han transcurrido tantos años. Nos hemos pasado la infancia y la juventud huyendo de las calles donde se sentaban las vecinas para evitar que nuestras correrías llegaran a oídos de los padres (mira la de don Alfonso , con la camisa por fuera, qué farraguas), pero ahora, llega internet y aireamos privacidades como quien seca pimientos. Así, naturalmente. Y todavía las sillas de anea tenían una ventaja. Igual que algunas energías, eran renovables, porque la edad no perdona, y los puestos de vigilancia iban quedando vacíos; sin embargo, lo que colgamos en nuestras páginas fluye y permanece, digan lo que digan los filósofos. No contamos los secretos a los más íntimos pero los exponemos al mundo, orgullosos de que tantas personas puedan conocerlos. Colgamos gustos, estado civil, fotos personales, convocatorias, etc. olvidando, quizá, que se llaman redes sociales no solo porque unen sino también porque atrapan. Esa información que tan alegremente proporcionamos se fija para siempre. Que los famosos actualicen su twiter puede tener sentido para sus millones de seguidores; pero a lo mejor no hace tanta gracia cuarenta años después la foto que subiste, la de la fiesta, esa tan divertida en la que estás rodeada de gente ajena a la inmortalidad que les has concedido. Importa ver y ser visto, no mirar, ese ejercicio de sosiego. Nos hemos pasado la juventud huyendo de las sillas de anea para acabar no solo buscándolas, sino también sentándonos en ellas. Y con la camisa por dentro, estaría bueno.