No me extraña que el ser humano tenga tantas dificultades para ser feliz. ¿Cómo podría serlo en un hábitat hostil en el que acaba de poner los pies y del que tan poco sabe? ¿Quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos? Para llenar estos vacíos algunos, en un ejercicio de fe, inventaron a Dios, y otros, dejándose llevar por la ciencia y la razón, cortaron por lo sano y subieron a buscarlo a la Luna. Los primeros lo tienen más fácil porque no necesitan constatar sus intuiciones; de hecho, en un mecanismo de autodefensa aparentemente efectivo, cuantas menos pruebas encuentren que avalen sus creencias mayor es su fe. Más desamparados andamos quienes depositamos nuestras esperanzas en la ciencia y esperamos la revelación del misterio de la vida en el estudio del Universo o de los bisontes de Altamira. Y la ciencia, ay, no desespera pero tampoco evoluciona en su intento por aclarar el origen de la Humanidad. Y así andamos: mientras se rastrea infructuosamente el eslabón perdido hay que conformarse con la aparición de residuos de nuestros queridos antepasados los primates: huesos, cráneos, dientes-

He leído en La aventura de la Historia la carta de un escéptico lector que afirma que intentar descifrar nuestros orígenes a partir de restos óseos es poco menos que practicar la futurología. Si esto es cierto podríamos habernos ahorrado la expedición de Juan Luis Arsuaga y los suyos en Atapuerca y consultar directamente a Aramis Fuster , que por un precio mucho más económico nos hubiera puesto en línea directa con Dios, ese señor silente y esquinado de quien tanto se habla y escribe y a quien tan poco se ve.