TLtas normativas que obligan a que prospectos, etiquetas y manuales estén escritos en nuestro propio idioma habían servido para dar una salida laboral a los maltrechos traductores que en el mundo habitan. Pero todo tiene un fin. Los muebles que vende una multinacional sueca traen unas curiosas instrucciones de montaje. Antes de tener que pagar traducciones a veinte idiomas, han optado por sustituir las palabras por dibujitos sacados de los viejos anuncios de seven-up. En ocasiones es muy costoso imaginar qué narices quieren que hagamos con ese alambre torcido, con esos tornillos extraños o esas bisagras surrealistas. Mientras en el suelo de la habitación se desparraman las tablas y corren tuercas hexagonales, uno empieza a añorar las palabras, los números que indicaban cada paso y los imperativos de cortesía para poner en pie cómodas y armarios. Eran tiempos en los que descubrías que existían metopas, unas llaves que se apellidaban Allen, guías que no eran de teléfonos, espigas que no doraba el sol y, sobre todo, tirafondos que no llegaban hasta el fondo. Hoy, por más que uno le dé vueltas al papel, no logra entender si estos suecos quieren que hagamos el pino mientras terminamos de montar las patas y ajustar los tiradores. Tampoco es que antes nos lo aclararan todo, ya que teníamos que ir tres veces al diccionario o llamar al cuñado manitas para comprender frases del tipo "fije las abrazaderas con espárrago de rosca métrica ranurado". ¡Quién nos iba a decir que la globalización acabaría por llevarnos a los tiempos anteriores al uso del lenguaje por el ser humano! Se queda uno sin palabras.