TEtstaban allí y ella los compró como había hecho todo el mundo, sin pensar en nada, salvo en que el baby y el abrigo estaban muy rebajados. Menos mal que había salido a contratar la limpieza de la cocina y a hablar con los albañiles. Apenas eran las once y ya había hecho casi todo lo marcado en la lista de esa mañana. Luego, al salir del centro comercial, comenzó la angustia. El termómetro marcaba cuarenta grados y el coche aguardaba como un horno. Mientras cargaba el maletero, empezó a notar la respiración acelerada, el ahogo, el corazón a punto de desbocarse. Solo entonces se dio cuenta del calor y la grima que le provocaban el abrigo y el baby recién comprados. Acababa de terminar el curso y ya estaba preparándose para el siguiente, sin transición ni frontera. Desde hacía ocho días, se levantaba angustiada, pendiente de todo lo que tenía que hacer estas vacaciones: la obra, arreglar muebles, acabar el trabajo atrasado, organizar el que estaba por venir. Allí, en su bolsillo, estaba la lista acusadora que escribía cada mañana. Y el régimen, no fumar, hacer deporte, y un largo etcétera, que no cabía en el papelito cotidiano. Llegó a casa muerta de sudor y ansiedad. Dejó las bolsas tiradas de cualquier manera y se arrojó al sofá como a una tabla de salvación. Maldita sea, pensó, esta vez sí que han estado a punto de atraparme. Luego, desconectó el teléfono, y fue a la cocina en busca de unas tijeras y una cerveza helada. Con la lista hecha trizas, pensó que era el último año que se dejaba embaucar. Por ella misma, por todos. Por esa estúpida sensación culpable de creer estar perdiendo el tiempo en vacaciones.