TCtreo que vivo en el barrio con más perros por metro cuadrado de Ciconia, por no decir de toda España. Los hay de innumerables razas, colores y tamaños. Grandes o pequeños, simpáticos o malencarados, intimidatorios o falderos, con rabo o sin él, estos artistas del ladrido son reconocibles por una peculiaridad común: no se callan bajo ningún concepto. Ya sea mañana, tarde o noche, sus prosaicos aullidos descuartizan la paz de mi hogar con la precisión de cuchillos afilados.

Este problema de convivencia --porque de eso se trata-- tendría solución si contara con el apoyo de otros vecinos que, al igual que yo, colocasen en su escala de valores la paz y el silencio por encima de una vulgar sinfonía canina. ¡Pero cómo, si todos tienen perro! Empiezo a pensar que tener un perro es poco menos que una exigencia a la hora de adquirir una vivienda en esta zona.

Reconozco que no todos los dueños de estos canes se comportan igual ante mis quejas. Como no podría ser de otra manera, varía el talante de unos y otros así como varía la tonalidad e intensidad de los ladridos de sus inquilinos. Pero, pese a su comprensión (unas veces fingida, otras real), a la larga no hay manera de acabar con la dichosa sinfonía canina. Basta que, en su papel de director de orquesta, uno de los perros levante la batuta para que el resto de la banda empiece a afinar sus gargantas.

Espero vivir muchos años para poder contarles a mis nietos, ya sin acritud, cómo fue aquella época en la que yo trataba de hacer carrera literaria luchando sin desmayo contra los caprichos del lector, de las casquivanas musas y de los perros sinfónicos.