TMti sobrina tiene piojos. Aunque lo malo no es que los bichitos jugueteen en su pelo, sino que ella, muy divertida con la novedad, se lo cuenta a todo el mundo. Cuando su madre se descuida, coge el teléfono y te llama para informarte de lo que para ella es una noticia fabulosa. El otro día, en una boda en Salamanca, fue la protagonista nupcial: detenía a todo el mundo, conocidos y desconocidos, para hacerles partícipes de su emoción: "Hola, tengo piojos". Y los invitados se quedaban entre petrificados y divertidos. Hasta que los piojos han desaparecido, sus padres han pasado una vergüenza tremenda, aunque ellos creen que lo peor está por venir: cuando la niña crezca y oriente su desinhibición y su desparpajo por derroteros más peliagudos.

A mí me entusiasma el carácter de mi sobrina. Me parece el paradigma de tantos niños y adolescentes extremeños que encaran la vida con un espabilo y una seguridad de la que no han disfrutado ninguna de las generaciones anteriores. Ya no se trata de que estén entre los españoles que más teléfonos móviles tienen, ni me refiero sólo a que su familiaridad con las nuevas tecnologías esté a la cabeza de Europa, aunque eso también influye, sino a su falta de complejos, que se resume en la extrañeza que les provocan las disertaciones derrotistas de sus profesores o sus padres sobre la tierra donde viven. Ellos se sienten ciudadanos del mundo porque chatean con mejicanos, reciben en su casa a húngaros, se van a vivir un tiempo a Sheffield y no se avergüenzan de nada... Ni de los piojos.