No sé sé cómo funciona internet, ni cómo nos permite estar en contacto con el resto del mundo, o enviar documentos y fotos, pero lo utilizo a diario. Ya no sé si podría trabajar sin ordenador, aunque hasta hace nada solo escribía a máquina y consultaba las dudas en una enciclopedia de páginas de papel. Tampoco sé cómo funciona un móvil. Ni idea. Ignoro qué extraña técnica permite que estés localizable veinticuatro horas en cualquier sitio sin más problema que la cobertura. No creo que pudiésemos vivir sin él, aunque antes nos apañábamos bastante bien con las cabinas, esos vestigios del pasado ante los que se formaban colas kilométricas de militares, novios y amigos ausentes. El mundo se nos ha llenado de aparatos imprescindibles que no somos capaces de entender. Los usamos inconscientemente, y los reemplazamos sin remordimientos en cuanto sale otro al mercado o el antiguo tiene el más mínimo defecto, pero antes las cosas duraban lo que una vida o a veces más. En la era de la tecnología, qué fácil es quedarse rezagado. Que me lo digan a mí cada vez que observo cómo mis alumnos se familiarizan enseguida con lo nuevo o cómo me dan mil vueltas en informática. Pero, llega el día de los enamorados y los jóvenes del siglo XXI vuelven a caer en los mismos errores o aciertos de hace siglos. Y se mandan flores, cartas y se emocionan al recibirlas. Entonces, miro cómo esta generación del videojuego, el ordenador y el móvil queda extasiada ante las rosas y las añejas declaraciones de amor. Habrán cambiado los canales pero el mensaje es el mismo. Y comprendo por fin que solo sé que no sé nada, ni falta alguna que hace.