Con el tiempo, los bares llenos de humo nos parecerán tan antiguos como la televisión en blanco y negro. Un pasado tan lejano como aquellos días en que en los autobuses la gente encendía puros, y en los aviones pedían por favor que se apagaran los cigarros. Las tertulias envueltas en niebla y los cafés medio ahumados pasarán a la memoria colectiva, restos de un mundo en que Bogart, Sara Montiel y el jinete de Marlboro aumentaban su encanto con un pitillo en los labios. Con el tiempo, olvidaremos lo que era llegar por la noche y tener que ventilar la ropa y lavarse el pelo, o no poder entrar en algunos locales si ibas con un niño de la mano. Y nos parecerá mentira, tan mentira como que una vez fuimos un país emigrante o que en el mundo del ladrillo dos y dos nunca sumaron cuatro. Mientras tanto, proliferan las estufas seta para congelarse un poco menos, algunos hosteleros se levantan en pie de guerra, la gran mayoría del personal se alegra de no respirar el humo del cliente y la ministra anima a la delación anónima. Y los fumadores convencidos, los sociales y los tímidos que no sabemos qué hacer con las manos obedecemos la ley, saliendo fuera de los bares, huyendo de los parques y rodeando hospitales. Porque las cárceles, los centros psiquiátricos y los de mayores no son una opción, a no ser que hayas cometido un delito, necesites ayuda médica o tengas una edad avanzada. Si no es así, la única opción posible es dejar de fumar. Asumir que no es un placer, sino una adicción. Y que se supera. Se lo dice una fumadora social y tímida que a partir de ahora intentará aprender a mover las manos sin echar humo por ello.