la risa cómplice de Òscar y Ruth ilumina el pequeño piso más que sus grandes ventanales, desde los que se ve el patio de un colegio. Òscar y Ruth son mucho más que vecinos desde hace casi dos años. Ambos viven —cada uno en su casa— en una promoción de viviendas de protección oficial en el barrio barcelonés de La Marina, en el distrito de Sants-Montjuïc.

Ruth —Elena Ruth Barcos, mediadora en sordoceguera—, sube a verle cada mañana y cada noche. Òscar tiene 30 años y es sordociego desde los 7, tras sufrir un tumor cerebral que le desmontó la vida. «Primero perdí el oído, y después, poco a poco, fui viendo cada vez menos, cada vez menos...», explica. Pese a ser ciego y sordo al 100%, gracias a un implante coclear casi milagroso puede mantener una conversación con una fluidez pasmosa.

En estos casi dos años de vida independiente pese a sus a priori insalvables problemas sensoriales, Òscar ha ido ganando autonomía día a día. «Me lavo los platos, me hago la cama, hago la compra, lavo mi ropa...», enumera sin ocultar el orgullo que esto le provoca. Su próximo reto —destaca— es aprender a cocinar. «Ahora viene una mujer a hacerlo, y muy bien, pero es cocinera, no tiene las herramientas para enseñarme. Le he pedido a la Once si me puede buscar a una persona con los recursos para enseñarme a hacerlo», cuenta sentado en el sofá de su piso, en el que reposa también la novela en braille que está leyendo («me encanta; va sobre la guerra civil»). Sobre la mesita, a escasos centímetros, el cargador de su móvil es la muestra inequívoca de que Òscar —Òscar Gordo Mayordomo— intenta vivir como un barcelonés de 30 años más.

PROGRAMA PIONERO / Al principio, le costó. «Nunca había sido independiente, estaba acostumbrado a vivir en entornos en los que no podía decidir prácticamente nada. Todo me venía dado, y, además, estaba en un entorno nuevo, y en un barrio en el que no conocía nada. Hasta que me adapté lo pasé mal. Me veía impotente», asegura mientras Ruth le sujeta la mano (la química entre Ruth y Òscar es más que evidente). «A mi abuela y a mi tía también les daba miedo que diera el paso, por si me pasaba algo, pero lo aceptaron. Sabían que yo quería salir de la residencia a cualquier precio», prosigue convencido.

Hasta que entró a participar en el pionero programa de vida independiente para sordociegos impulsado por la Associació Catalana pro Persones amb Sordceguesa (Apsocecat) en imprescindible colaboración con el Institut Municipal de Persones amb Discapacitat, Òscar vivía en una residencia para discapacitados intelectuales en Súria. «Estaba con personas con discapacidades muy distintas a las mías. Lo mío es sensorial, no intelectual. Allí no podía relacionarme con nadie», recuerda.

Antes de esa residencia, en la que vivió de los 23 a los 29, hasta su regreso a Barcelona, vivía en una residencia infantil, en la que se encontraba en la misma situación. «Ahora tomo mis propias decisiones. Pienso qué quiero comer, hago la lista de la compra con lo que necesito y lo voy a comprar», subraya dando la importancia que merece a un detalle que solo sabe valorar quien ha tenido que vivir toda una vida siguiendo voluntades ajenas.

Pese a que aún no cocina —«pero lo haré», insiste—, come solo, en casa. «Me caliento lo que me dejan en el micro». Es él también el responsable de tener siempre las pilas cargadas del aparatito sobre su oreja que lo conecta con el mundo. Más allá de la autonomía en las tareas del hogar, Òscar disfruta con los libros —pasa largos ratos en el parque de al lado de su casa, a leer al sol—, en el huerto que gestiona la Apsocecat, o, los lunes, en los talleres de cerámica y de mimbre de la Once, donde en estos meses ha hecho un grupo de amigos.

EL PAPEL DE LA COMUNIDAD / Ahora, pese a vivir solo, se relaciona mucho más que antes, cuando vivía con un montón de gente. Ruth vive en la finca desde un poco antes que Òscar. Desde el 2015. El plan piloto empezó para buscar una salida para Ahmed, también sordociego, quien vive en un tercer piso dedicado al proyecto en el edificio, una finca de Regesa que tenía —y aún tiene— varios pisos vacíos. Ahmed es de origen marroquí, sordo de nacimiento y analfabeto. Ya mayor, sin recursos ni red, perdió la visión. «Tenía un perfil que no encajaba en ningún recurso existente, con una complejidad social extrema. No hablaba el idioma de signos y ha sido un proceso larguísimo aprender a comunicarnos con él», afirma Alba Camprodon, psicóloga de Apsocecat y coordinadora del proyecto.

Vimos que si había sido posible con Ahmed, con todas las dificultades añadidas, podía serlo para otros perfiles de sordociegos. Así se abrió una puerta para Òscar y nos gustaría ampliarlo a más personas», prosigue la psicóloga, quien subraya también que el milagro ha sido posible gracias a la complicidad de todos, desde los servicios sociales hasta el distrito de Sants-Montjuïc, donde se encuentran los pisos, que adaptó las calles cercanas. Una de las funciones de Ruth, además de visitar dos veces al día tanto a Òscar como a Ahmed —quienes reciben también las visitas de un multidisciplinar entramado de profesionales coordinados por Camprodon— es hacer pedagogía con el resto de vecinos. «Decirles cosas que parecen obvias, pero que a veces no lo son tanto, como que Ahmed (quien va con gafas de sol) es invidente, que si se cruzan con él en la escalera y no les saluda no es porque sea un borde», ejemplifica.

RESOLVER LOS PROBLEMAS /«El trabajo más difícil con Òscar —añade la mediadora— no es enseñarle a hacerse la cama o a doblar su ropa, sino enseñarle a desinstitucionalizarse. A aprender que tiene y que puede resolver sus problemas él solo. Un ejemplo es internet. Plantearle si quedarse sin wifi a según qué hora es una urgencia de verdad, como para llamarme. Y, si considera que lo es, mostrarle que tiene que aprender a solucionarlo él. No llamarme a mí. Yo soy mediadora, no técnica en telecomunicaciones».