TAt veces soy un snob y un tontainas. Por ejemplo, me gusta entrar en los Starbucks Coffee y tomarme un expresso en un bote de plástico. Mi mujer, que es una señora muy seria, muy formal y nada pija se pone de los nervios cuando me ve hacer tonterías de ese jaez. Los Starbucks Coffee son unas cafeterías americanas que se están extendiendo por Europa. Madrid ya está plagado de ellas. Su gracia consiste en que entras, pides el café que deseas y te lo entregan en un vaso de plástico cerrado con una tapa que tiene en el borde un pitochino por donde sorbes un brebaje extraño que tiene poco de café, pero que a mí me hace mucha gracia. Con el cacharro en la mano buscas asiento en unos sillones de colores lila, menta o lima limón y sorbes el café como un cerdito rodeado de japonesas entusiasmadas y de otros snobs como tú que se sienten cosmopolitas y sofisticados por el mero hecho de beber a morro por un pitochino.

A mi señora, esas cosas le parecen patochadas, pero yo me siento ciudadano del mundo y ella me consiente esos caprichos como quien monta a su nieto en un tiovivo para que se crea Buffalo Bill. Bien pensado, los Starbucks Coffee , que llegarán a Extremadura, son el paradigma de la estupidez globalizada: el café es malo y caro, no lo bebes en fina taza de loza, sino en basto tubo de plástico y es casi imposible encontrar un sillón libre porque siempre lo ocupa una japonesa. Cuando entramos en un Starbucks , mi mujer dice que yo me sentiré moderno, pero ella se siente gilipollas. Y lo más grave es que cada vez hay más modernos.