TEtn los años 60-70 estaban de moda en Cáceres los ejercicios espirituales: te encerrabas cuatro días en una casa en la Montaña y salías hecho un santito. En cuanto llegaba la noticia al colegio de que se organizaban unos ejercicios, todos corríamos a apuntarnos porque te librabas de cuatro días de clase. Los padres lo entendían como una inversión a largo plazo en la salvación del alma y la forja del espíritu. De aquellas jornadas salías dispuesto a comerte el mundo a base de buenas obras y meditación. Después, las tentaciones y la inconstancia hacían mella en tu espíritu y volvías a ser un tierno pecador de la pradera.

Había, sin embargo, en aquellos ejercicios algo que no olvidabas: el tabaco. Decenas de cacereños empezaron a fumar en aquellas estancias montañeras y ahí siguen, amarrados a la nicotina. Recuerdo que antes de subir a la casa de ejercicios por el atajo de Fuente Fría, comprábamos nuestro primer paquete de Ducados por San Francisco. Yo me salvé porque el primer cigarrillo me supo asqueroso, regalé el paquete a un amigo y no he vuelto a probar el tabaco. Desde entonces, vivo sin nicotina excepto cuando salgo de bares, de cena o de copas. He leído que dos horas en un bar equivalen a fumar un cigarrillo y el mismo tiempo en una discoteca es como tragarse el humo de cuatro pitillos. Lo que dejé subiendo a la Montaña lo trago ahora cada vez que alterno. Por eso me parecen muy bien las medidas que anuncia el gobierno para limitar el tabaco en la hostelería. Sé que a los empresarios no les gusta, pero en mi caso ganarán un cliente.