No. No es que se me hayan deslizado las teclas o que sea tan ignorante como para confundir la Polinesia Francesa del Pacífico con el Caribe. Lo que pasa es que uno no acaba de entender que unas islas con climas similares, colonizadas por la misma metrópoli y con unas playas vírgenes bastante parecidas hayan llegado a situaciones tan diferentes. Ya sé que no es lo mismo seguir formando parte de los territorios de ultramar de una potencia mundial, que llevar más de dos siglos como estado independiente sufriendo los caprichos intervencionistas de algunos. Las crueles dictaduras de la familia Duvalier camparon a sus anchas y a nadie le importó nada la vida de los descendientes de aquellos esclavos africanos que tanto sirvieron para el pasado (y para el actual) esplendor europeo. Eso sí, no pararon hasta deshacerse de Jean-Bertrand Aristide , aquel salesiano de la Teología de la Liberación que pretendió sacar al pueblo de la miseria absoluta y acercarlo, al menos, a una pobreza digna. Hoy las imágenes de la catástrofe todavía están frescas en nuestras retinas y aún hay quien ingresa unos euros en las cuentas de organizaciones humanitarias. El lunes que viene será difícil encontrar la palabra Haití en algún telediario y en un par de meses Puerto Príncipe nos aparecerá en las búsquedas de noticias de google cuando Felipe de Borbón se monte en un barco. Tenemos memoria de pez y cualquier cotilleo borrará a las gentes de Haití de nuestros pensamientos. Ojalá las buenas palabras de estos días sirvan para que los disléxicos confundamos los folletos de Tahití y Haití en la agencia de viajes. Será difícil.