Las tardes de domingo tienen la consistencia pegajosa del azúcar, pero no su dulzura. Si eres estudiante y no has hecho los deberes o has olvidado conscientemente el examen de mañana; o ya trabajas, y tienes que viajar camino de otra casa que no es la tuya aunque finge serlo durante cinco días, o si llegan las ocho y toca entregar los hijos a esa persona a quien tanto quisiste pero ya no soportas... Seas lo que seas, por más que intentes alargar las horas, el lunes te caerá encima, y esa premonición convierte a los domingos, sobre todo, a partir de las cuatro, en un terreno baldío donde solo crecen desesperanzas.

Nunca me gustaron. De estudiante, por la mala conciencia; de opositora, porque marcaban el final del día de descanso y el comienzo de otra semana igual, y cuando viajaba lejos de casa, el día amanecía ya oliendo a autobús, a esa mezcla de sudor, escay y prisa a la que huelen siempre las estaciones. Ahora que ya no existen viajes ni ausencias, y la edad me ha vuelto responsable, tampoco me gustan. Será porque después de comer me dedico a leer la prensa, o a ver los resúmenes de noticias de la semana. Y poco a poco, se me va amargando la sonrisa. La estupidez de quienes queman fotos del Rey, la estupidez aún mayor de quienes les dan publicidad, la niña que va al colegio con pañuelo, la venda en los ojos de quienes lo defienden como un signo de libertad, la progresía más retrógrada (valga la antítesis) de los que hacen un vídeo patético que descalifica a los autores y no a los oponentes... En fin, como para no estar deseando que acabe esta semana y llegue el lunes. A ver si acaso.