TEtxisten cosas que no pueden medirse. El miedo, por ejemplo. La angustia, la ira, la desesperación. El vacío de un plato sobre la mesa, la ausencia de un cuerpo en la cama, el frío de una habitación deshabitada. La ropa que se pudre en el armario, el olor que empieza a olvidarse, el sonido de una voz que no quedó grabada. Puertas que se cierran violentamente, palabras no dichas, el hueco sordo de la impotencia. Día a día. Sin esperanza, porque mañana es ya lo mismo y ayer no fue diferente. Los muertos no vuelven, los heridos a veces no se curan, quedan congelados los gritos en muchas gargantas. Pero sobre todo, el miedo. Esa sensación pegajosa que se ha quedado adherida al alma y no puede eliminarse. Que sube de pronto desde la boca del estómago cada vez que se oye un ruido inesperado. El temblor también. Incontrolable, tanto que a veces se evita el contacto humano, la piel que no calma, incapaz de ternura. El silencio tampoco puede medirse. De qué puede hablarse sino de ellos, qué otro día hay aparte de aquel. Pero aún queda lo peor, lo más horrible. Sentir que ellos han conseguido lo que querían: Invalidar a una parte de la población, sembrar el miedo de que pueda repetirse, arrebatar la certeza de creerse a salvo. Eso es el terrorismo, la sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror, para conseguir la dominación por el terror. Es difícil devolver la confianza con una sentencia. Qué indemnización existe cuando no hay nada objetivo, cuando el miedo no se puede medir. Todos estamos deseando confiar en la justicia, creer que estamos a salvo, pero qué difícil nos lo ponen a veces.