La abuela acaba de dejarnos. Se ha marchado despacio, se ha ido borrando como las viejas fotografías. Desde que ella no está los recuerdos me nacen desordenados y no consigo ver más allá de ese barullo de imágenes perdidas en el tiempo. Hace unos días me pidieron colaborar en un proyecto que organizan Javier Castro y Eugenio Fuentes . Bajo el título El tiempo amarillo , pretenden reunir a varios escritores y fabricar una especie de antología en la que poder acomodar la imagen y la palabra. Se trata de escoger una vieja foto del álbum familiar y escribir sobre ella. Le conté la historia a la abuela, y el pasado domingo, siguiendo sus indicaciones, mi padre y yo encontramos en un viejo armario una cajita en la que había guardadas varias fotografías. No más de treinta. Allí estaban todos sus recuerdos, allí estaba toda su vida, resumida en treinta momentos ya amarillos. Situaciones, gente y objetos para mí desconocidos, cuyo significado, desde que ella no está, se limitará a un desorden de imágenes similar a los recuerdos que ahora asaltan mi memoria. No me atreví a coger nada. Al final he optado por una foto mía, con unos meses de vida, que ha rondado siempre por la casa de mis padres. Quien sí se guardó una fue mi padre. En la imagen aparecían mis abuelos fotografiados en un instante que se intuye feliz. ¿Qué debían pensar los dos en el momento que recoge el papel? Ahora miro la foto que escogí, mi foto, y no tengo ni idea de qué podría estar pensando en el momento en el que me la hicieron, pero sí me he dado cuenta que desde que falta la abuela la imagen ha empezado a ponerse amarilla. Y he recordado los versos de Miguel Hernández . Y los he ordenado en mi memoria: Pero yo sé que algún día/se pondrá el tiempo amarillo/sobre mi fotografía.