THtace ya tiempo que terminé el instituto. Entonces parecía mentira que el curso hubiera acabado y, sobre todo, parecía mentira que alguna vez la vida me hiciera regresar. El tiempo, que pone todo en su sitio, me hizo volver muchas veces, primero como profesora y luego como antigua alumna para la graduación de bachillerato, así que creo que el círculo ya se ha cerrado. Por eso, cuando me preguntan por qué escribo siempre contesto lo mismo. Escribo porque el tiempo es circular. Escribir no es otra cosa que volver, una y otra vez, para atrapar una caricia, un primer amor, un último desamor, o el verano eterno de la infancia, esa sucesión interminable de sol y agua. Ya decían los griegos que el tiempo era como uno de esos veranos, circular e inagotable, un eterno retorno aunque el río en el que te bañaras no fuera el mismo. Decía Anaximandro que el pasado vuelve indefinidamente, y Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad. Los estoicos dicen que todos existiremos de nuevo, y sufriremos o gozaremos las mismas cosas. Y Nietzsche nos avisa de que la vida es un reloj de arena. Estamos condenados a repetirnos, pero el lenguaje y la reflexión sobre él nos liberan de la caverna. Todo fluye y nada permanece, pero la memoria y sobre todo las palabras nos permiten fijar un punto desde el que partir, un instante al que volver. Por eso escribo, para que nada se pierda en el torbellino del tiempo circular, en esa espiral que si nos descuidamos acaba por convertirnos en páramo y no en humus, territorio fértil para recordar los días en que todo parecía posible y la vida era un regalo envuelto en papel brillante.