TAt veces, mientras explico los avances de la humanidad a mis alumnos, siento un vértigo enorme. Hasta hace nada la gente moría de enfermedades que ahora curan la higiene o una simple cápsula, y el escorbuto y la congelación mataban más soldados que el fuego enemigo. En mi infancia, internet no existía ni los móviles; en algunos sitios aún quedaban operadoras que te pasaban con el número pedido, y las cabinas eran el único medio de hablar sin utilizar el teléfono vigilado por los padres. Añadan a la lista los electrodomésticos, la congelación, la comida preparada y las conquistas sociales como las bajas por maternidad, el paro y la jubilación. Cómo hemos avanzado, cuánto hemos conseguido. Qué rápido ha pasado todo desde ese principio que nos parecía ciencia ficción. Las casas iban a estar informatizadas, los coches se conducirían solos, y los robots serían los modernos esclavos para que los humanos se dedicaran a la buena vida. Cada avance iba a suponer un paso más en la liberación, un peldaño hasta conseguir ser semidioses. Por eso, cuando explico algo de historia a mis alumnos siento un vértigo enorme. Aún no ha llegado la era de los robots, pero tenemos casi todo conseguido. Entonces, a qué vienen las prisas, los agobios, vivir pendientes del mañana, esa decisión absurda de dejar lo importante para cuando acabemos lo prescindible. Quién nos iba a decir que la única conquista pendiente sería la del tiempo. Hemos llenado los días de tantas horas, que ahora somos esclavos de la tecnología que nos iba a hacer libres. Tiene narices que nos hayamos pasado siglos avanzando para acabar corriendo detrás de nada.