TUtnos curas dicen que sí al preservativo, otros dicen que no y así no hay quien se entienda. Hace 30 años fui a pasar un mes a Biarritz con un hermano de mi padre que regentaba una fábrica de Chupa-chups. Me pasaba las mañanas con mi tío en la empresa, chupando sabores de fresa y tutti-fruti. Pero por la tarde, mis instintos adolescentes me llevaban hacia la playa, donde cientos de chicas maravillosas jugueteaban con pelotitas, se rebozaban de arena y, ¡madre mía!, se aventuraban en la práctica del top-less, destreza nudista muy saludable que, por aquel entonces, aún era delito en las playas de Marbella y, desde luego, algo inimaginable en las piscinas de Cáceres.

Fue un verano marcado por las palabras con guiones: por las mañanas, los chupa-chups de limón y por la tarde, los top-less... también de limón. Para un adolescente educado en los rigores de la provincia extremeña, marcado por años de Cruzada de la Bondad, Congregaciones Marianas, ejercicios espirituales en la Montaña y charlas de don Emeterio, don José Reviriego y don Vicente Castro, aquel frenesí francés era un choque tan difícil de asimilar que decidí entrar en una iglesia, confesarme y acabar con los estragos que el top-less realizaba en mi alma púber. Pero ¡oh sorpresa!, el sacerdote casi me riñó porque, según él, lo que yo creía un pasaporte seguro hacia el infierno, no eran más que menudencias veniales. Aquel verano dejé de creer en las verdades absolutas eclesiales y este invierno, tras las contradicciones preservativas, vuelvo a reafirmarme en mi escepticismo.