Admito mi error. Hasta bien poco, consideré el toreo una barbaridad, pero me equivoqué. Suplico que no sean duros al juzgarme; yo era joven y la influencia de unas lecturas inadecuadas y de unas amistades carentes de gusto y sin apego a las tradiciones me arrojaron al sentimentalismo. Pero en el pecado llevo la penitencia: han sido años malísimos, nadando a contracorriente, arriesgándome incluso a que mi padre, gran taurino, me desherede. Hasta que días atrás decidí sentarme a ponderar. Y ponderé. Y caí en la cuenta de mi torpeza cuando hombres sabios y de la talla de Joaquín Sabina y Vargas Llosa se declararon defensores de la Fiesta. Qué clase de zopenco eres, me dije, incapaz de emocionarte ante un bicho vomitando las entrañas por la boca. Algo fallaba en mi cabeza. Y, en efecto, era que infravaloraba al género humano. No sé por qué, durante años me dio por pensar que nuestro sistema nervioso era semejante al de los animales y que sufrían y padecían y temían como nosotros. Ya ven qué tontería. Cuando todo el mundo sabe que Dios puso a los animales para uso y disfrute nuestro y, a los toros, en concreto, para lucirnos con cuatro pases de pecho. Ahora comprendo que desaparecieran los cuadernillos literarios en nuestra tierra sin que nadie dijera ni mú, a beneficio de las páginas de fútbol, de caza y pesca, de toros, de carreras de coches y de tenis. Porque la literatura es sólo palabrería, mientras que lo otro es la esencia de nuestro patrimonio cultural. Al fin lo he visto claro. Nunca es tarde para hacer propósito de la enmienda. Yo les juro que la próxima vez que Fernando Alonso toree en el Santiago Bernabeu, me abono a sombra.