TLta intensidad se esconde en lo abrupto: la rugosa apariencia de la ostra guarda la perla, la peluda textura del percebe encierra los sabores del mar y en las áridas estepas de los Llanos de Cáceres fructifican las tortas del Casar. Llanos inhóspitos, incapaces de asomarse a ninguna postal turística. Pastos intrincados adonde no llegan el caballo ni la vaca, pero sí la oveja, ese herbívoro de boca extraña capaz de aprovechar la última brizna de hierba. Rebaños de churras, pastores, cencerros, esquiladores, chozos, queseras... Una cultura cacereña que ha resistido 800 años y no podemos perder ahora.

En el siglo XVIII, los nobles cacereños tenían la costumbre de regalar tortas del Casar a sus amigos: al acabar la quesera, los mayorales separaban varios quesos para los compromisos del señor y se sabe que don Gonzalo de Ulloa, hacia 1790, enviaba cada año tortas al rey, a la reina, a los infantes, al marqués de la Ensenada, a la condesa de Aranda, a la duquesa de Sotomayor...En 1981, Sandy Carr apuntaba en su Pocket guide to cheese que la torta del Casar era difícil de encontrar fuera de su área de producción. En 1998, Juan Gabriel Pallarés en su Guía de productos de la tierra recomendaba rebuscar tortas por las tranquilas carreteras vecinales que atraviesan las Tierras de Cáceres. La torta es un alimento mítico, un tesoro que aún hoy seguimos enviando cada año a los amigos más queridos. Pero los tiempos están cambiando: las tortas ya se derraman en las mejores tiendas de España y de Europa. ¡Ah, y torta no hay más que una, la del Casar! El resto son quesos.