Al fondo del trastero, debe de estar el temario de oposiciones, al lado de regalos de boda tan espantosos que merecen vivir ocultos. Si se abre la puerta sin cuidado, te caen encima tres maletas, la sombrilla y los adornos de Navidad, que por sacarse una vez al año están más a mano. Más allá, la jungla: zapatos de cuando la yenka, vestidos en los que no cabes ni con calzador, recuerdos de viajes que nunca hiciste, el aparato de gimnasia que no te convirtió en la mujer diez... Un trastero es la metáfora de la vida. Nace limpia y encalada y acaba atiborrada de cosas inútiles. Ordenarlo es difícil. Se parece a hacer psicoanálisis, solo que bajo tierra y ante los ojos de los vecinos. Para qué guardarías esa alfombra horrible, por qué no tiraste el Apolo barroco que te regaló tu suegra. Lejos del montón donde se guardaron, los objetos dicen mucho de ti. Y fuera, expuestos a miradas, gritan aún más, casi tanto como tú, cuando la limpieza es en pareja. Una puede defender sus manías, pero ni hablar de justificar las del otro. Así, entre pelea y pelea, con el contenido del trastero expuesto como un mercadillo y un resumen de tu vida, te das cuenta de que has acumulado un montón de trastos inservibles. Y de que vuestra primera aspiradora o la minipimer rota no son recuerdos sentimentales. Entonces, suspiras, y ante la mirada cómplice de tu pareja, vuelves a dejarlo todo en su lugar, al fondo del trastero. Quizá acumular cosas no sea desorden sino demasiado apego por los recuerdos. Así que si vemos en la tele otro síndrome de Diógenes, seamos humildes. Todos, absolutamente todos, vivimos a un paso de la locura.