A principios de los años 80, Ismael Grasa trabajaba de camarero y compartía, en Zaragoza, piso con un chino. El chino tenía contactos con la universidad de Deportes de Pekín, así que le consiguió un puesto de trabajo a Grasa en aquel país. Al cabo de unos meses, Grasa se planteó si se quedaba allí o regresaba a España. Habían aparecido reseñas entusiastas de sus primeros libros, La esforzada disciplina del aristócrata y, sobre todo, De Madrid al cielo (Anagrama), y lo que él sentía que le premiaban era la posibilidad de ser escritor. Así que volvió. De aquel fugaz viaje chino salió su siguiente novela, Días de China .

Ganador del último premio Ojo Crítico de Radio Nacional por Trescientos días de sol , Grasa ha participado en el Seminario de Literatura del Centro de Profesores y Recursos de Brozas.

Su vida, tal y como la cuenta, se parece a su obra. Sometida al azar, al extrañamiento hacia uno mismo y su entorno, con un tono paródico, atenta a ver en lo cotidiano aquello que permanece oculto o esquinado.

Vive en Zaragoza, donde están sus amigos y hay tiendas repletas de libros y actos literarios, lo fundamental para ser más o menos feliz. "Me gusta esa vida del escritor que va a actividades sociales, que quiere conocer a otros escritores. Y en Zaragoza tengo todo esto".

Se gana la vida dando clases de filosofía en un centro privado. Y escribe artículos en la edición de Huesca del Heraldo de Aragón . "El periodismo", afirma, "es un modo de estar en el mundo, un modo de sentirme vivo, de tener pulsión con la realidad o hablar de cosas que me han gustado. Uno opina para equivocarse. Y además hay algo de ese mundo que me gusta: un periódico es como el libro de un día".

Así que sobre la realidad de fuera (el último estreno, el último libro leído, pero también la crisis del Tibet o las elecciones generales en España) selecciona los materiales de sus colaboraciones (www.ismaelgrasa.com ).

Desacralizar la literatura

Transparente en sus opiniones (las de alguien convencido del sistema democrático en el que vive), sus relatos, por ejemplo los de Trescientos días de sol (Xordica), iluminan las zonas menos opulentas de ese sistema. Y en ambos casos lo hace con una escritura directa, sin adornos.

"Procuro evitar la impostación, escribir de lo reconocible y de escenarios reconocibles. Desacralizar la literatura es bueno y esto, en la democracia, se traduce en una literatura más plural".

Con esta disposición, Grasa piensa que la literatura "es una lucha contra un lenguaje sagrado". Nada de solemnidades, de florituras, de barroquismos. "Cuando el escritor tiene un diccionario al lado es inauténtico". Y cuenta que el autor de Esperando a Godot , el irlandés Samuel Beckett, al concluir la Segunda Guerra Mundial, adoptó el francés como su lengua de escritura. De esta manera empobrecía su literatura, para que fuera "esencial".