La hora punta en el metro con vagones atestados no es exclusiva de las grandes ciudades. Gracias a un plan de renovación del suburbano de Nueva York que comenzó en el 2001, centenares de los vagones que durante décadas recorrieron Manhattan, Brooklyn, Queens y el Bronx han acabado convertidos finalmente en arrecifes artificiales en el fondo del océano Atlántico.

Ahora yacen frente a las costas de estados como Delaware, Maryland y Nueva Jersey, donde han propiciado una regeneración de la flora y la fauna marina que ha dejado sentir sus beneficiosos efectos tanto en las aguas como en los negocios locales sobre tierra. Y el éxito de la iniciativa, aunque es cierto que inicialmente topó con el rechazo de grupos medioambientales, ha sido tal que incluso se ha abierto una lucha entre diversos estados por hacerse con más vagones.

Todo empezó cuando la Autoridad Metropolitana del Transporte, la agencia encargada del metro en Nueva York, decidió renovar su flota y pensó en el oceáno como nuevo hogar para los casi 1.300 vagones que jubilaba en el proceso. La mayoría de ellos eran los denominados redbirds (pájaros rojos), unos vagones pintados de ese color que empezaron a recorrer las entrañas de la ciudad en 1962. Y la ciudad se hacía cargo del coste del transporte y del hundimiento. Y es que, aunque ese es un proceso costoso, es bastante más barato que desguazar los trenes.

DESIERTO SUBMARINO Aunque al principio varios estados se interesaron por la idea y solicitaron convoyes, finalmente algunos se retiraron del plan por preocupaciones medioambientales. Solo Delaware siguió apostando por la propuesta. Y así empezó a crearse un nuevo mundo de arrecifes artificiales en un suelo oceánico tan arenoso y llano que científicos, pescadores y ecologistas lo consideran "un desierto submarino".

Se empezaron a construir lo que Jeff Tinsman, gerente del programa de Delaware, ha definido en unas declaraciones a The New York Times como "apartamentos de lujo para los peces". Se limpió el interior de los vagones y del exterior se quitaron elementos peligrosos como cristales, puertas y aceitosos engranajes y ruedas. Una vez que esas enormes cajas metálicas de 9.000 kilos se sumergieron, en ellas comenzaron a instalarse mejillones, ostras y otros crustáceos y moluscos, y por sus recovecos empezaron a circular bancos de róbalos y platijas.

Mientras se multiplicaba la cantidad de alimento marino, los viajes de los pescadores aumentaban (han pasado de los menos de 300 al año en 1997 a los 10.000 actuales). Llegaron excursiones de submarinistas. Y, con el auge marino, la economía de los pueblos costeros floreció.

El problema para Delaware es que su éxito abrió los ojos a sus vecinos, que empezaron a competir por los trenes gratis. Y el principal rival ahora para ellos es el propio Estado de Nueva York, que está a la espera de que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército actualice su permiso de arrecifes. Quiere quedarse los vagones, no solo para regenerar su vida marina, sino para ahorrar costes.