Uno de los inconvenientes de haber ido eliminando el latín de los planes de estudio es que a la gente se le olvida la etimología de las palabras. Monumento procede del verbo moneo, que significa advertir, avisar, aconsejar. O sea, que cuando los alemanes deciden dejar en pie el horror de Auschwitz no lo hacen por perversidad ni porque estén orgullosos de esa parte de su pasado, sino como testimonio para las futuras generaciones. Esto fuimos capaces de hacer, avisan. Mirad en qué nos convertimos, conoced a qué oscuras profundidades puede descender el corazón de los hombres. Así entendí siempre el Valle de los Caídos, al menos desde la llegada de la democracia. Un recuerdo del espanto de la Guerra Civil, una advertencia para que no vuelva a repetirse. Y, sobre todo, no un lugar en homenaje de unos pocos, sino de todos los caídos de cualquier bando. Ahora parece que no debemos entenderlo así, y andan unos apropiándose del monumento (como si no supieran que ya no van a ganar más guerras), y otros, deseando que desaparezca. Qué fácil es destruir o malinterpretar los símbolos. Puestos en ese plan, por qué no arrasamos la Acrópolis, por seguir un orden alfabético. Y el Coliseum romano, lugar de luchas y martirios, y el Escorial, y Mérida, teatro del Imperio, y las catedrales, madre qué antiguas y reaccionarias son las catedrales. Y podríamos acabar con Zamora o Zaragoza, por aquello de la inicial. Anda que no existen lugares dignos de ser destruidos. Y al final, condenados a repetir la historia, ya no tendremos nada que nos recuerde la vileza en que caímos, la maldad que nos acecha para que volvamos a caer.