Lo que ocurre en nuestro país con la religión es bastante curioso. Lejos de situarse como opción estrictamente individual, ha pasado de ser asignatura y obligación a convertirse en conflicto social, como si no tuviéramos otros problemas en los que ocupar el tiempo. Desde que el otro día se le ocurrió al Ratzinger éste acercarse a charlar unas frases en catalán y otras en gallego, no hay momento sin referencia eclesiástica en cualquier medio y conversación que se precie. Confieso que fui una de aquellos adolescentes que pronto dejaron de ir a misa y enseguida tiraron los credos a la basura, convencidos del ateísmo absoluto. Nunca volvimos a acudir a sacramento alguno, ni siquiera con la manoseada explicación de no disgustar a padres mayores o considerar el paso de la primera comunión de los hijos como acto festivo obligatorio. Por eso dejó de preocuparnos la iglesia, el concordato y el sum sum corda. El cristianismo quedó como importante cultura de la que inevitablemente surgió la tuya, en la que todavía hoy te desenvuelves. Y acudes a ver la exposición de Rubens , con tanto santo al medio, o la de Murillo , y también las procesiones de magníficas esculturas y las músicas sacras y los autos sacramentales y la saeta encendida y la catedral de Burgos y N´tre Dame y San Pedro. Todo te pertenece porque es cultura, y la cultura, afortunadamente, nos pertenece. A los curas los consideras profesionales que hablan para otros, y te importa un bledo cualquier ocurrencia suya, ya sea dedicada al aborto, a la homosexualidad o al matrimonio. Como si dicen misa. Así que no entiendes el fervor ultralaicista desatado contra el papa, los crucifijos y lo que los rodea. ¡Vaya cruz!