TCtuando se emprende un viaje, da igual el destino, siempre se puede elegir entre ver o mirar. Existe quien se ventila el Museo del Prado en diez minutos y quien se para diez horas ante la Gioconda. Los primeros van tachando de sus listas lo que ven, como si de una colección de cromos se tratara. Los segundos disfrutan sin prisa sin ningún álbum que rellenar. En categoría aparte están los que ni ven ni miran, solo registran con su cámara, como si estuvieran grabando un documental. Como medida profiláctica, se acercan al mundo con los ojos protegidos detrás de modernos aparatos, que captan y guardan los monumentos, las fiestas populares y hasta el plato típico que se está comiendo el de al lado. Sin embargo, no son capaces de grabar el olor del aire, ni el sabor del mar. No importa. A los grabadores de verdad solo les interesa el testimonio en el disco duro, no en la memoria. Yo estuve allí y puedo demostrarlo. Parece que viajan para tener tema de conversación en las cenas de después, y ofrecer a los invitados la prueba de que ellos también estuvieron, da igual dónde, pero estuvieron. Por eso se colocan los primeros en las filas, o empujan a los demás que se ponen delante. No les importa el tacto del mármol sino su registro. Sería mejor que compraran un vídeo hecho por profesionales, e incluyeran algunas tomas suyas. Se ahorrarían dinero e incomodidades y tendrían únicamente las imágenes que buscan. Porque la realidad, el rumor de las gentes y el olor de los mercados solo puede sentirse. Y para ello hace falta sentir curiosidad e interés por el mundo que nos rodea, pero no armarse de la frialdad de un entomólogo.