THtasta el nombre es atroz, pero nada podemos hacer para que parezca distinto, el verdugo lo es, y lo es porque existe la víctima. Nada podemos hacer tampoco por el nombre de ella, la víctima surgió al mismo tiempo que él, y lo será para siempre. Para siempre unidos, a pesar del abismo que existe entre ellos, a pesar de que uno no quiso, y el otro se irguió en todopoderoso para arrancarle los sueños. Nada es igual desde ese momento, la vida no sigue, no es verdad, la vida se transforma en otra cosa, la vida se rompe, y hay que aprender a vivirla otra vez. Hay que aprender a vivir con la ausencia. La ausencia del otro, la de uno mismo, la de un espacio que se convertirá para siempre en recuerdo.

Hasta el nombre es atroz. Y no serviría de nada si se pudiese cambiar. Las víctimas siguen ahí.

Ojalá no tuviéramos que ver nunca la cara del que empuñó la pistola. Ojalá no existiera un día once, y los hijos volvieran a casa, y los padres, y los amigos, y los compañeros. Ojalá le hubiera temblado la mano al que firmó las tragedias. Ojalá las cunetas sólo fueran cunetas, y las tapias sólo tapias, y las manos sólo manos, y las lágrimas todas iguales.

Ojalá el verdugo hubiera sabido llorar. Ojalá pidiera perdón. Y la ausencia dejara de ser una aguja clavada en lo hondo, y la víctima pudiera dormir, sin rencor, sin heridas abiertas, sin tener que gritar. Y cada padre pudiera llorar a sus hijos, y cada nieto a su abuelo, y cada dolor se reconociera tan digno como el que sufren los otros, o como el que sufrieron, o como el que nunca debieron sufrir.

¡Ojalá!