Ahora que es otro día, ahora que he dormido, ahora que vuelvo a estar despierto, ahora... sigo soñándola. De la cama al baño, toreando con las entendederas aún rajadas, levemente acunado en el arrobo del recuerdo. Tal cual. En la dulzura de haber visto y aún estar viendo. Un chiquero me ha crecido en la ducha, un toro negro que va y viene al compás de mi muleta; cargo la suerte, me abandono, y todo, la muleta, el capote, los acordes del pasodoble, y aún el cielo entero de Sevilla, se me antojan poco para tanto torero.

Lo de Ferrera en La Maestranza es, se mire por donde se mire, la obra íntima de un hombre pujando sobre sí mismo, pudiéndose, gozando atormentado de su propia obra. Es la tarea de alcanzar la belleza en un escalofrío y, tras amarla, perderla en ese mismo escalofrío. El torero como la más alta de las bellas artes. La más humana. La más verdadera. El arte no como maña, ni como técnica, ni como norma, ni siquiera como entrega de la propia existencia, que también; el arte como tormento interior del que nace una honda, entera y sublime excitación de los sentidos. Ferrera se ha hurgado en las entrañas, se ha metido la mano en las tripas, apartando las vísceras hasta encontrarse, en la caverna de sí mismo, el corazón; lo ha apretado, lo ha sangrado y, ya exangüe, ya convertido en espíritu alado, lo ha rendido en el altar maestrante. Ferrera ha sido capaz de encontrar, en un aleteo, el aliento de lo sobrenatural. Una excelsa manifestación de arte sin mácula. Creación del espíritu. Luego vendrá lo del torero en sazón, lo del mucho valor, lo de su bendita lucidez en la cara del toro,... pero nada eso explica el misterio de la emoción, el arrebato del cante grande. Decía Picasso que para pintar había que cerrar los ojos y cantar; Ferrera cantó el toreo con los ojos cerrados en la ribera del Guadalquivir. Toro y torero. Los dos. Almados los dos. Muleta en astillero. Hasta los medios y más allá. Torero, hombre y niño a la vez, porque todo artista -artista,.. ¡qué palabra tan pequeña cuando se torea así!- es un niño viejo que llora por dentro.

Los taurinos repetimos como un mantra aquello de «salir de la plaza toreando». No hay mayor triunfo. De hecho aquí sigo yo, toreando en la ducha. Me llueven los capotazos uno a uno, detenidos como gotas en vuelo. No hubo trofeos; las orejas no pasan de ser desperdicios. El premio no fue de este mundo. El sábado salimos toreando con la dicha de haber topado con el manantial de la emoción; el ánimo trémulo y el raciocinio descoyuntado. Fue, es, la dicha de haber presenciado algo inolvidable por ser tremendamente humano. Tan fieramente humano que pudiera ser divino. Un motivo para volver una y mil veces a una plaza de toros, para creer en el milagro, para buscar con ojos de niño aquella otra primera faena que nos hizo, me hizo, paladear el toreo.

Entre las gentes de la mar se solía repetir una máxima atribuida a Pompeyo. Una frase inmensa como la mar océana: «Vivir no es necesario, navegar sí». Pues, lo crean ustedes o no se lo crean, sean ustedes taurinos, antitaurinos o mediopensionistas, amanezca mañana o se acabe el mundo, el sábado, en la Maestranza, a Ferrera, hombre por la gracia de Dios, torero por más señas, extremeño, se le olvidó vivir para poder navegar. Ay, si mi pluma valiera tu capote... Ni eso puedo. «Ya no puedo más», dijo Alonso Quijano. Tan solo verónicas en la ducha.