TPtrefiero el tren camello con su poesía y su traqueteo a la frialdad vertiginosa del Ave. Los trenes veloces son para llegar, los parsimoniosos son para viajar y ya decía don Quijote que había que andar despacio y hablar con reposo. Así que la otra tarde decidí acercarme a Mérida y hacerlo con alevosía, o sea, en tren. Mi camello , que se llama así porque anda mucho sin beber gasóleo, salía de la estación de Cáceres a la hora del café y allí estaba un servidor, en un andén muy triste, sin más compañía que una muchacha con libros y un mozo con mochila. Eramos tan pocos que el revisor se sobresaltó al descubrirme y en su respingo se podía entender: "¡Caramba, un viajero!".

Pude conocer de cerca el trazado de la autovía, contemplar garzas, garcillas y garcetas, descubrir los cañaverales de Aljucén, las dehesas de Carmonita y las charcas de Aldea del Cano, en cuya recta el camello se descompuso velocísimo. Tardé una hora en llegar, que no es ni mucho ni poco, y no paramos ni una sola vez porque si en Cáceres pasan del tren, ya me dirán ustedes el caso que le pueden hacer en Carmonita o Aljucén. Por tres euros, fui feliz durante un rato y desembarqué en el centro de Mérida sin necesidad de buscar aparcamiento. Este verano viajé de Oviedo a Avilés en un tren Civia , que es lo último en cercanías (el primero modular de España, bogies compartidos, estructura de aluminio, vídeos y pantallas informativas). Pero los Civia no han sido capaces de inspirarme una columna y el camello sí. Es lo que tiene Extremadura, que falta velocidad, pero sobra lirismo.