TCtuarentones y ciencuentones del mundo sentimos los ojos chispeantes cada vez que nos nombran a Vickie el vikingo o Mazinger zeta. No hay más que vernos en las cenas de verano. Llega el anochecer, se apagan las brasas de la barbacoa y tintinean los hielos, al compás de los recuerdos. Naranjito, el osito Misha, Afrodita A y cómo están ustedes, se mezclan en esa euforia colectiva del recuerda cuándo. Y de ahí a la Mirinda, no hay más que un paso. Qué felices éramos, pensamos, sentados en la escalera con nuestro pan con quesito y el último cómic, o viendo solo dos cadenas de la tele y jugando siempre en la calle. Se nos queda la sonrisa boba viendo los anuncios que utilizan nuestra época, hasta nos atrevemos a tararear las canciones de Parchís (¿tenían más de una?), luego las de Enrique y Ana y si la noche se alarga, podemos seguir con las de Pipi, para acabar con Marco. Compramos camisetas, series enteras de dibujos y muñequitos, en un intento de tener aquello que no pudimos conseguir entonces. Y lo mostramos a nuestros hijos como la prueba palpable de que vivimos tiempos mejores, y de que en aquellos días, sí que sabíamos divertirnos. Ellos nos miran con infinita paciencia y tal vez un poco de ironía, sobre todo si nos vieron cantar a voz en grito en un país multicolor, nació una abeja bajo el sol. Luego, pasan de nosotros y se van con su ordenador o su play, o sus miles de libros o lo que sea, porque ellos sí tienen casi todo lo que nunca tuvimos nosotros. Cenas aparte, es mentira que cualquier tiempo pasado fuera mejor. La nostalgia debería abandonar el negocio de los zumos y volver a ser un hermoso pasatiempo.