De Konduru nos separan 120 kilómetros. Hoy nos acompaña en el viaje Sheeba, que hace dos años estuvo en Cáceres y dice que aparte de ser una ciudad preciosa aprendió que la frase ‘cambiar el agua de las aceitunas’ es sinónimo de mear. En ese momento, los tripulantes del Jeep reímos a carcajadas. Tiene Sheeba un hijo y una hija, buenos estudiantes. Ella trabaja en la Fundación Vicente Ferrer y es la enciclopedia que resuelve todas nuestras dudas. Nada más salir del campus donde nos alojan vemos un travesti; nos preguntamos lo difícil que ha de ser en este país vivir la homosexualidad. «No suelen verse transexuales y a los gays los miran raros. Hace poco obligaron a casarse a un chico; él y ella lo pasaron muy mal. Acabaron divorciándose, fue un calvario», relata Sheeba.

En nuestro recorrido vemos molinos que potencian la energía eólica, avance que contrasta con las mantas tendidas en la mediana de la autopista, con las moreras y los exóticos tamarindos o las plantaciones de mango, antes reservadas solo a las clases ricas aunque poco a poco empiezan a cultivarlos también las clases medias.

Al llegar al pueblo, los lugareños nos hacen un pasillo, pintan en nuestro entrecejo un bindi, nos regalan una rosa y aplauden. Estamos abrumados por tanto cariño. Antes daban clases a la sombra de los árboles pero el año pasado construyeron la escuela gracias al proyecto ‘Nadando entre dos mundos’, que promueve la Fundación Vicente Ferrer. Dos de sus participantes, Luis y Natasha, forman parte de la expedición. Ambos cruzaron 20 kilómetros a nado entre Europa y África y hoy se encargan de la inauguración oficial del colegio.

En esta mañana calurosa el centro educativo es un hervidero. Allí están todos: los alumnos, la profesora de 18 años elegida por sus vecinos, y el sanitario. No tarda en tomar la palabra un orgulloso Ramappa, que a sus 50 tiene tres hijas que han estudiado, la mayor ha terminado Ingeniería Química y se ha marchado a Bengalore para encontrar un trabajo.

A Sivasankar, de 25, lo han contratado en ICICI Bank, y a Manjunath, que tiene 24, en el Postal Department de Madakasira. La escuela es un bullicio que llega al climax cuando Sheeba canta aquello de ‘Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña’ coreada por los chiquillos. Qué reparador es ver cómo la educación puede contribuir a que una sociedad progrese.

Camino a Rallapalli nos adentramos en uno de los territorios más pobres de la India. Hay camiones con cisternas de agua potable que se reparten en los pueblos, menos mal que el gobierno ha puesto en marcha el programa ‘India Limpia’ y pasan cada tres o cuatro días a recoger la basura. No hay papeleras, pero sí decenas de puestos de ebanistas, ceramistas, casas devastadas, gallinas en jaulas azules, mazorcas que se secan al sol. Aquí, cuando la mujer da a luz, la sacan de la casa durante tres meses y la llevan a una choza porque la consideran impura. Hacen lo mismo cuando les viene la regla, días en los que tampoco les permiten entrar en los templos. Es complicado que nuestro cerebro pueda procesar.

Un lagarto cruza el camino. El coche lo sortea y metros más allá está Rallapalli. En la calle han desplegado jaimas. ¡India, qué bella eres! Venimos aquí para que Clara y Juanca entreguen las 129 bicicletas que su empresa, Viding, ha donado. Si hay familias de cinco o seis miembros que ganan 30.000 rupias al año y una bici cuesta 3.000 está claro que siempre habrá otras prioridades. Mucha gente no cotiza. ¿Cómo mantener este país, cómo hacer que la comunidad internacional deje de mirar para otro lado?

Esta donación nos serena. Gracias a ella los niños dejarán de ir caminando a la escuela. Ojalá uno de ellos cumpla su sueño de ser policía. Una niña sube al escenario; llora porque su padre murió hace 15 días y está muy triste. Abajo, entretanto, pelotones de niños ya vuelan a bordo de sus bicicletas, guardando su equilibrio, yendo hacia adelante, conduciendo al fin su destino.