TCtuando me enteré de que el príncipe de Asturias se iba a casar con una redactora de TVE me estremecí por un momento ante la posibilidad de que se tratara de mi hermana. Por un instante me vi, de la noche a la mañana, pasando de enarbolar banderas tricolores a compartir mesa y mantel con un descendiente de Fernando VII y al que podría vocear el grito del cuñao sin ser arrestado. Por suerte, supe enseguida que la redactora se apellidaba Ortiz y que me había librado de tener que pararme a pensar qué ropa me ponía cada mañana. En cambio, hubo a una chica a la que la decisión de su hermana le tiene amargada la existencia: sale de su casa con unos fotógrafos al acecho y una cerveza con un amigo hace que el papel chuché informe de un nuevo romance.

Probablemente no se pueda impedir por ley que las televisiones y revistas tomen fotos y persigan a cualquier persona por espacios públicos, pero no me cabe duda de que se trata de un acto de una pésima educación. Lo preocupante es vivir en un país en el que millones de personas no tienen otro entretenimiento que comentar el vestido de fulanita o el peinado de menganito. Si existe esa bazofia intelectual llamada prensa del corazón es porque existen lectores y espectadores que consumen esos miserables productos. Lo ideal sería que a nadie se le persiguiera en su vida íntima porque la inteligencia colectiva hubiera dejado de preocuparse de lo que no tiene ninguna relevancia. Así que no nos engañemos: quienes amargan las vidas privadas no son los periodistas pesados sino la audiencia de unos contenidos que debieran avergonzar a cualquiera con algo de materia gris.